na de las anécdotas más extrañas que puedo relatar de mi actividad profesional durante lo que ya empieza a ser una larga vida profesional comienza cuando tras asistir un parto sin complicación alguna en el hospital privado en el que entonces trabajaba, escuché una solicitud por parte de la paciente que jamás había tenido la oportunidad de escuchar. Tras el alumbramiento de la placenta, como era mi costumbre, le ofrecí a la paciente verla y enseñarle algunas curiosidades sobre el cordón, la cara fetal, la cara materna…, en fin. Lo que me dejó impresionado fue la casi automática respuesta de la paciente: «doctor, quiero probar mi placenta y comerme una parte de ella».
Accedí de inmediato, pero le sugerí post-poner su deseo hasta que mi labor en la sala de partos hubiera concluido y así, a solas con «su» placenta, pudiera hacer con ella lo que quisiera….Cuando finalizó todo, me quedé con la idea en la cabeza pero…., tiempos después, se ha ido extendiendo la costumbre de algunas pacientes de llevarse su placenta a casa, enterrarla en el jardín familiar para hacerla una con la tierra madre, comérsela a solas o incluso en familia como parte de algún tipo de ritual…, en fin. Hoy sabemos con evidencia científica que, más allá de las creencias de cada quién, todas respetables si no causan daño alguno a terceros, comerse la placenta no tiene ninguna ventaja para la salud lo afirme Agamenón o su porquero, si se me permite el dicho clásico.
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